sábado, 20 de marzo de 2010

El rey David

Estas piernas no logran ya sostenerme,
tan frágiles,
tan quebradizos se volvieron mis huesos.

Esta mano ya es incapaz de ser puño.
Nunca jamás volverá a alzar la espada
ni a disparar la honda contra el gigante.

Mi boca ya no muerde.
La abandonaron los dientes.
Todo mi cuerpo es descenso,
huída, caída
hacia la tumba que me está acechando.

Soy el pellejo colgando de un animal
que cazaron hace mil años.

En cambio qué tesura
la de tu piel, Abisag.
Qué esbeltez de tu talle
y qué firmeza tus senos

todo mi ser es como campo en invierno.
Tu juventud no me basta
para incendiar este frío.

Cómo es posible, mi niña,
que no te diga nada la palabra Goliat
y no sepas de mis hazañas.

Desde antes que nacieras fui el viejo rey,
no el adolescente
elegido por Dios para salvar a su pueblo.

¿Puedes creer que era como tú
y llegó a odiarme Saúl
porque mi joven gloria amenazaba su reino?

De mi triunfo en la guerra quedó la hierba
que alimentan los muertos de la batalla.
Se han olvidado mis salmos
y mi salterio está cubierto de polvo.

Es mejor que te vayas, Abisag.
Déjame a solas con la muerte.

JOSÉ EMILIO PACHECO